15.10.20

Antítesis

Cada cierto tiempo vengo a este lugar, considerado místico por algunos, histórico y milagroso, por otros. 

Debo hacer un lugar en mi agenda, siempre llena de compromisos, obligaciones y un interminable listado de deudas sin pagar, como en este caso. Es que la gente se ha acostumbrado a pedir, comprometerse a entregar ciertas especies o ejecutar ciertos actos y luego se olvidan como si nada hubiese ocurrido. Pero yo no actúo así. Siempre les recuerdo a los deudores que deben cumplir, que la palabra empeñada vale más que la tinta en un papel, aunque esté firmada con sangre. Y no es cosa de ahora. El caballero del que estoy hablando me contactó años atrás, por la década del veinte o del treinta, quizás del cuarenta, cuando todo el mundo se derrumbaba económicamente. Era un señor, un caballero de alcurnia, “de buena familia” como se suele decir, que como tantos otros, y con el afán de mantener su condición de socialité, hizo lo humano y terrenalmente posible, y otras cosas más, para seguir siendo lo que era.

Al principio, durante años, nos reuníamos en la casa patronal. Esos veranos nos sentábamos en el corredor, tomábamos vino francés, y contemplábamos el atardecer mientras sus hijos jugaban entre los árboles; y en invierno, acompañados de té o café, al calor de la chimenea; siempre hablando de lo humano y lo divino, de su deuda, entre tantos otros asuntos.

Sin embargo, sin previo aviso, dejó de responder a mis requerimientos. El portón de entrada se cerró cada vez que alguien sentía mi presencia y las velas se apagaban en el interior cuando sentían mi carroza. Mientras tanto la deuda seguía vigente, sin haber acordado nuevos plazos ni condiciones. Pero soy obstinado e insistente, y cada noche visitaba sus tierras para cobrar lo debido.

Luego supe que este distinguido señor, al que llegué a considerar mi amigo, recuperó su fortuna y falleció al poco tiempo. Pero su muerte no fue obstáculo para que cobrara lo debido. Sus herederos seguían en esas tierras - las mismas donde fui rechazado tantas veces - disfrutando de la riqueza que le ayudé a recuperar, y ellos debían cumplir lo prometido.   

Ante mis primeras visitas no entendieron nada. Presos del temor y desconociendo el pacto de su ancestro y la deuda aún vigente, encargaron una imagen religiosa para ahuyentar mi presencia y lograr la tranquilidad en el lugar.

Ha transcurrido mucho tiempo y los hijos de sus hijos han fallecido. Incluso ignoro si aún existen herederos en el lugar. Pero como señalé, soy testarudo, y ciertas noches preparo mi mejor traje negro, para darle mayor solemnidad a esto que se ha convertido casi en un ritual; arreglo mis caballos; subo a mi carroza y voy cobrar lo debido; con la permanente ilusión de encontrar y quedarme con su alma. Al pasar aprovecho de contemplar la imagen religiosa del lugar, iluminada en medio de la noche por cientos de velas y rodeada por ofrendas de todo tipo. Finalmente, al continuar mi camino, me pregunto: “¿Qué sería del Cristo de La Hacienda sin mí?”.

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