Cada cierto tiempo vengo a este lugar, considerado místico por algunos, histórico y milagroso, por otros.
Debo hacer un lugar en mi agenda, siempre llena de compromisos,
obligaciones y un interminable listado de deudas sin pagar, como en este caso.
Es que la gente se ha acostumbrado a pedir, comprometerse a entregar ciertas
especies o ejecutar ciertos actos y luego se olvidan como si nada hubiese
ocurrido. Pero yo no actúo así. Siempre les recuerdo a los deudores que deben
cumplir, que la palabra empeñada vale más que la tinta en un papel, aunque esté
firmada con sangre. Y no es cosa de ahora. El caballero del que estoy hablando
me contactó años atrás, por la década del veinte o del treinta, quizás del
cuarenta, cuando todo el mundo se derrumbaba económicamente. Era un señor, un
caballero de alcurnia, “de buena familia” como se suele decir, que como tantos
otros, y con el afán de mantener su condición de socialité, hizo lo humano y terrenalmente posible, y otras cosas
más, para seguir siendo lo que era.
Al principio, durante años, nos reuníamos en la casa patronal. Esos veranos
nos sentábamos en el corredor, tomábamos vino francés, y contemplábamos el
atardecer mientras sus hijos jugaban entre los árboles; y en invierno,
acompañados de té o café, al calor de la chimenea; siempre hablando de lo
humano y lo divino, de su deuda, entre tantos otros asuntos.
Sin embargo, sin previo aviso, dejó de responder a mis requerimientos. El
portón de entrada se cerró cada vez que alguien sentía mi presencia y las velas
se apagaban en el interior cuando sentían mi carroza. Mientras tanto la deuda
seguía vigente, sin haber acordado nuevos plazos ni condiciones. Pero soy
obstinado e insistente, y cada noche visitaba sus tierras para cobrar lo
debido.
Luego supe que este distinguido señor, al que llegué a considerar mi amigo,
recuperó su fortuna y falleció al poco tiempo. Pero su muerte no fue obstáculo
para que cobrara lo debido. Sus herederos seguían en esas tierras - las mismas
donde fui rechazado tantas veces - disfrutando de la riqueza que le ayudé a
recuperar, y ellos debían cumplir lo prometido.
Ante mis primeras visitas no entendieron nada. Presos del temor y
desconociendo el pacto de su ancestro y la deuda aún vigente, encargaron una
imagen religiosa para ahuyentar mi presencia y lograr la tranquilidad en el
lugar.
Ha transcurrido mucho tiempo y los hijos de sus hijos han fallecido. Incluso ignoro si aún existen herederos en el lugar. Pero como señalé, soy testarudo, y ciertas noches preparo mi mejor traje negro, para darle mayor solemnidad a esto que se ha convertido casi en un ritual; arreglo mis caballos; subo a mi carroza y voy cobrar lo debido; con la permanente ilusión de encontrar y quedarme con su alma. Al pasar aprovecho de contemplar la imagen religiosa del lugar, iluminada en medio de la noche por cientos de velas y rodeada por ofrendas de todo tipo. Finalmente, al continuar mi camino, me pregunto: “¿Qué sería del Cristo de La Hacienda sin mí?”.
Te amo mucho😘😘❤ excelente cuento ! 👏👏👏👏
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