23.9.21

Se Busca

Un hombre, preso de su aburrimiento, buscó la foto de un gato cualquiera, hizo carteles que decían "se busca" y los pegó en diferentes partes de la ciudad.


Otro hombre, también preso de su aburrimiento, salió a buscarlo, no tanto con la esperanza de encontrarlo, sino con la idea de matar el tiempo.


El gato, a las pocas horas, apareció en el mismo instante en la casa del primer hombre y en el camino del segundo hombre, pero éstos aún no se encuentran.


(Un microcuento).


14.6.21

¿Dónde está Lázaro?

 ¿Dónde está Lázaro?, se preguntan todos. Mi mal llamada fama surgió por accidente, por el hecho extraordinario de otra persona, por lo tanto, no soy el protagonista de todo lo que ocurrió ni de lo que ocurrirá. Sólo soy un actor secundario o un mal actor de reparto.

Un día normal, de esos días grises - y no sólo por el clima – cubierto de nubes que de vez en cuando se abrían espacio para dejar pasar uno que otro rayo de sol, vino hasta mi casa Jesús, apartándose de su séquito, aprovechando que los demás comían o descansaban. Tocó mi puerta, sólo pidiendo ser escuchado, con la voz temblorosa, la mirada perdida, su destino ya escrito. Me pareció un buen hombre.

Ya se oía hablar de él en Betania, pueblo tranquilo y aburrido, donde suceden pocas cosas, y las pocas cosas que suceden se exacerban por diversión, sólo para tener algo de qué hablar. Ya se oía hablar del tumulto y excitación que provocaban sus palabras, la rebeldía de sus actos y la crispación que causaba en la autoridad.

Se presentó y sólo pidió conversar. Le conté que vivía con mis hermanas: Marta y María, la que pocos quieren nombrar. Le conté también de mi inestable condición de salud en esos momentos, de mi decaimiento permanente, aun así propicio para entablar una charla de lo humano y lo divino. Luego de un par de horas se levantó y se despidió diciendo que todavía tenía muchas cosas que hacer en el pueblo; cosas importantes y urgentes para cumplir con el objetivo encomendado.

Pasaron los días y mis fuerzas y ganas de vivir disminuyeron notoriamente. Me miraban, me analizaban, me juzgaban; y con sus miradas interrogantes expresaban un “¿qué te pasó?”, “¿por qué estás así?”. Una extraña enfermedad avanzaba acelerada y me carcomía por dentro y por fuera. Sólo deseaba cerrar los ojos y descansar… para siempre.

Llegado el momento sólo atiné a tirarme en la cama, a cubrirme con un par de mantas y esperar pacientemente mi último suspiro. Todo se oscureció; mientras, a lo lejos, escuchaba la voz exaltada e inquieta de mi hermana que pedía ayuda. Ignoro cuanto tiempo habrá transcurrido, pero un grupo de hombres, encabezados por Él, y seguido por un séquito de admiradores y curiosos que vitoreaban su nombre, se acercó hasta mi casa. Mi hermana, al relatar mi partida y mientras cada lágrima se transformaba en una súplica y un recordatorio de sus poderes milagrosos, le pidió lo imposible. Presumo que, en un acto de indecisión, Él sólo atinó a guardar silencio unos minutos, mientras los seguidores lo contemplaban, ansiosos ante el inminente y extraordinario milagro. ¿Resucitar a alguien? Nunca se había visto, Él nunca lo había realizado.

No sé cómo lo hizo, pero sólo sentí como sus manos se acercaban a mi cuerpo, mis ojos se abrieron y las lejanas voces se sintieron cada vez más cerca, pasando de la incredulidad y el asombro al éxtasis colectivo total. ¿Por qué lo hizo? Quizá fue una demostración de sus facultades ante un público en un comienzo incrédulo y alborotado después, deseoso de novedades que rompieran la monotonía. Algo así como una acción política similar a lo que vendría después, cuando su palabra y sus enseñanzas se difundieron por todo el orbe. ¿Y en qué momento estas palabras, plagadas de metáforas y enseñanzas se trasformaron en un imperio, y fueron asidas por un grupo de hombres que, en nombre de la religión, fue capaz de perseguir, juzgar y matar a quien pensara distinto? ¿Cuándo esas palabras mutaron y se convirtieron en pilares de un estado ubicado en el mismo lugar donde tenía su centro el imperio que fue capaz de crucificarlo y darle muerte? Y mientras las imágenes consideradas sagradas alzan su mirada al cielo, algunos de sus mal llamados sucesores o representantes mirarán los bolsillos o los cuerpos ajenos; y el pan y el vino que Él repartirá entre los suyos, se convertirá en hipocresía y abuso para muchos de ellos.

¿Por qué tuve que ser yo “el afortunado”, así, entre comillas? ¿No era acaso mi momento? ¿Qué será de mí después de este suceso extraordinario? ¿Él vendrá y estará conmigo como un verdadero amigo o sólo me utilizó para demostrar su poder? No lo sé. No tengo certeza de nada. Me robó la muerte, me arrebató algo tan personal, inalterable e inmanente del ser humano. Sólo espero que cuando llegue el momento en que me capturen, me encierren y me maten los romanos por ser su amigo, Él venga en mi ayuda, y no siga su camino resucitando a otros que quizás sólo querían descansar.

11.3.21

Apología del Gol Triste

 

A María Cecilia, para que entiendas la trascendencia de este gol.

A Felipe, por incitarme a escribirlo.

A Marcelo Pablo Barticciotto Cicaré, protagonista de esta historia.

A los Colocolinos.

Mirando perdidamente al suelo, envuelto en un gesto de extremo dolor y culpa, ni siquiera fue capaz de alzar la mirada, de levantar la cabeza o extender un brazo en señal de aprobación, en último término, al centro que desde la izquierda había recibido. Y es que la pelota cruzó gran parte del área rival y, antes de llegar a la periferia del área chica, donde se definen muchas cosas y se crean ídolos o se derrumban historias, la golpeó con el empeine, engendrando un tiro recio, bajo, que se coló bajo los tres palos, a la derecha de su amigo y compañero de mil batallas. Ese gol fue la apertura del marcador en otro de tantos clásico; partido que aún se recuerda, más que por la trascendencia del encuentro, por la actitud de quien anotó el primer tanto. Ni siquiera se vislumbró un pequeño gesto, un atisbo de celebración, mientras sus compañeros de la franja llegaban eufóricos a abrazarlo y lo conminaban a celebrar. Él sólo atinó a ir contra la corriente, a silenciar lo que normalmente y como un gesto natural es esperado por todos: celebrar un gol; situación que constituye una meta, el objetivo esencial del fútbol, que implícitamente envuelve alegrías y desahogos. Pero ese gol no fue ni será como los demás. Ni para él ni para todo un pueblo. Por algo y con justa razón se recuerda ese gol como el “Gol Triste”.

Al bajar la cabeza, mirar al piso y no celebrar no faltó a sus obligaciones profesionales: convirtió y cumplió. Es muy probable que haya herido a algún hincha del equipo al que pertenecía; pero el gol ya estaba convertido. El marcador estaba uno a cero. Hay situaciones que no pueden ni deben ser parte de un contrato; y aunque así hubiese sido, él las hubiese infringido. ¿Cómo celebrar un gol contra tu equipo?, ¿cómo salir corriendo y gritar el tanto convertido a quienes te hicieron parte de tu familia, de tu historia?, ¿cómo ir contra uno mismo?, ¿cómo mentir(se) de esa forma? Quizá todas esas interrogantes encuentren respuesta en el sentido de pertinencia que genera el fútbol, porque es ahí donde lo doloroso, lo importante y lo trascendente del gol encuentra sustento: en que fue convertido por un integrante de la familia.

Como dijo el uruguayo Onetti, “los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene” y esta frase, esta verdad, quedó plasmada aquel 15 de abril de 1995, donde la inherente e infinita esperanza y alegría que envuelve un gol para quien lo consigue, y la incertidumbre y angustia para quien lo sufre, se mezclaron, se confundieron y se materializaron aquella tarde. Para Marcelo Pablo Baticciotto Cicaré, protagonista de esta historia, significó mucho más que otro partido de fútbol. Y para los colocolinos también.

El “11” del cuadro universitario, el mismo que en la semifinal, vistiendo la camiseta alba, coló casi sin ángulo la pelota en el arco rival, luego de un carrerón interminable en uno de los partidos más importantes de la historia del club; el mismo que escribió una carta a sus compañeros previo a la final de la Copa Libertadores de América, que fue instalada en el vestuario y atravesó el corazón de ese elenco que alcanzó la cima continental, la gloria y la eternidad; el que, en aquel oasis en medio del desierto, le convirtió un gol a Cobresal desde mitad de cancha; el que trepó y trepó por el campo de juego sin su zapato derecho, para luego centrar y que un compañero convirtiera; el mismo que años después, cuando la institución tocó fondo, apareció en el inicio del campeonato con la mítica polera “A morir por el Colo. Apóyenos”, transformándose en uno de los símbolos de ese joven plantel que luchó dentro y fuera del terreno de juego; el que antes del partido contra Universidad de Concepción escribió una emotiva arenga para que el equipo no descendiera a los infiernos; el mismo que aquél día de 1995 no supo qué escribir en su libreta, ya que la tristeza no pudo ser expresada en palabras; pero sí en ese gesto que el pueblo albo recibió como una puñalada que cicatrizó de inmediato, gracias a aquella mirada baja y triste de Barti, y se transformó en un recuerdo imborrable teñido de blanco y negro.

Por lo mismo, hablar de compromiso es hablar de Marcelo Barticciotto. Son conceptos similares, que para el hincha colocolino terminan por confundirse y mimetizarse en este jugador que vino desde Argentina y alcanzó la gloria; en este director técnico que meritoriamente fue campeón; y en esta persona que, como tantos otros, es fiel reflejo de los valores que encarna Colo Colo, que representa nuestra raza sin igual, y que cada día agiganta más su leyenda.

Razones por las que cada vez que se menciona el “Gol Triste” se recuerda con alegría, con orgullo, con pasión, que es aquello que trasciende los contratos y deberes profesionales, que es aquello que encierra el fútbol, ese sentido de pertenencia que don David Arellano Moraga definió como “un lazo permanente de indestructible unión” y que décadas más tarde plasmó don Marcelo Pablo Barticciotto Cicaré en el corazón de todos los colocolinos.




 

15.10.20

Antítesis

Cada cierto tiempo vengo a este lugar, considerado místico por algunos, histórico y milagroso, por otros. 

Debo hacer un lugar en mi agenda, siempre llena de compromisos, obligaciones y un interminable listado de deudas sin pagar, como en este caso. Es que la gente se ha acostumbrado a pedir, comprometerse a entregar ciertas especies o ejecutar ciertos actos y luego se olvidan como si nada hubiese ocurrido. Pero yo no actúo así. Siempre les recuerdo a los deudores que deben cumplir, que la palabra empeñada vale más que la tinta en un papel, aunque esté firmada con sangre. Y no es cosa de ahora. El caballero del que estoy hablando me contactó años atrás, por la década del veinte o del treinta, quizás del cuarenta, cuando todo el mundo se derrumbaba económicamente. Era un señor, un caballero de alcurnia, “de buena familia” como se suele decir, que como tantos otros, y con el afán de mantener su condición de socialité, hizo lo humano y terrenalmente posible, y otras cosas más, para seguir siendo lo que era.

Al principio, durante años, nos reuníamos en la casa patronal. Esos veranos nos sentábamos en el corredor, tomábamos vino francés, y contemplábamos el atardecer mientras sus hijos jugaban entre los árboles; y en invierno, acompañados de té o café, al calor de la chimenea; siempre hablando de lo humano y lo divino, de su deuda, entre tantos otros asuntos.

Sin embargo, sin previo aviso, dejó de responder a mis requerimientos. El portón de entrada se cerró cada vez que alguien sentía mi presencia y las velas se apagaban en el interior cuando sentían mi carroza. Mientras tanto la deuda seguía vigente, sin haber acordado nuevos plazos ni condiciones. Pero soy obstinado e insistente, y cada noche visitaba sus tierras para cobrar lo debido.

Luego supe que este distinguido señor, al que llegué a considerar mi amigo, recuperó su fortuna y falleció al poco tiempo. Pero su muerte no fue obstáculo para que cobrara lo debido. Sus herederos seguían en esas tierras - las mismas donde fui rechazado tantas veces - disfrutando de la riqueza que le ayudé a recuperar, y ellos debían cumplir lo prometido.   

Ante mis primeras visitas no entendieron nada. Presos del temor y desconociendo el pacto de su ancestro y la deuda aún vigente, encargaron una imagen religiosa para ahuyentar mi presencia y lograr la tranquilidad en el lugar.

Ha transcurrido mucho tiempo y los hijos de sus hijos han fallecido. Incluso ignoro si aún existen herederos en el lugar. Pero como señalé, soy testarudo, y ciertas noches preparo mi mejor traje negro, para darle mayor solemnidad a esto que se ha convertido casi en un ritual; arreglo mis caballos; subo a mi carroza y voy cobrar lo debido; con la permanente ilusión de encontrar y quedarme con su alma. Al pasar aprovecho de contemplar la imagen religiosa del lugar, iluminada en medio de la noche por cientos de velas y rodeada por ofrendas de todo tipo. Finalmente, al continuar mi camino, me pregunto: “¿Qué sería del Cristo de La Hacienda sin mí?”.