9.1.20

La Ambulancia

6 de enero de 2020

Al ver que en la pantalla del teléfono aparecía su nombre no quise contestar. Uno generalmente presume el tono en que hablará el interlocutor. “Contesta”, me dijiste, “puede ser importante”. Y lo era, especialmente en esos días grises, acelerados y densos que estábamos viviendo.
-          Yo me voy con tu mamá. Nos juntamos allá.
-          No se preocupe tía. Espéreme no más - respondí.
Caminamos rápidamente por los oscuros pasillos del hospital, hasta que llegamos al punto de encuentro. Claramente hubiese sido más fácil llegar por fuera, rodeando el recinto, pero la ansiedad y el nerviosismo nos hacían actuar casi mecánicamente, sin dudar ni realizar conjeturas.
Con el ceño fruncido, ojos de preocupación y la cara desencajada, antes de saludar, nos dijo “…que se demoraron…”, mientras rápidamente planeábamos el trayecto y el punto de encuentro.
Agarré con fuerzas una de las tantas manillas de la puerta trasera y me encaramé en la ambulancia. Y ahí estaba mi mamá, acostada en la camilla, rodeada de tubos, sonidos intermitentes de monitores y luces que parpadeaban constantemente; cubierta con una bata rosada, menos pálida que su rostro, tratando de sonreír a pesar de todo, a pesar del miedo e incertidumbre que expresaba en su mirada.
El paramédico asistente nos saludó, nos aconsejó que nos afirmáramos firmemente y de un portazo cerró la puerta. Luego se subió en el asiento del acompañante del conductor, anotó algo en una planilla y le indicó el destino al chofer. Mientras tanto mi tía, ubicada al lado de la camilla, repitió incesantemente que era enfermera universitaria, que trabajó en el norte, que muchas veces había participado en procedimientos similares, que su hermana era porfiada, que quería entrar con ella al hospital, y un largo etcétera.
Mientras la ambulancia avanzaba, el paramédico se volteó y preguntó los datos.  Mi tía, inquieta, respondió indicando sus datos personales, que era enfermera universitaria, que trabajó en el norte, que muchas veces había participado en procedimientos similares y una larga serie de antecedentes que no venían al caso. El paramédico la observó un par de segundos y calmadamente le dijo: “De usted no, señora. Necesito los datos de la paciente”. Mi mamá la miró de reojo, luego me miró a mí y coincidimos con una sonrisa cómplice.
Las ambulancias son raras. Están llenas de botones, manillas, tubos, sonidos, repisas, jeringas, medicamentos, monitores, entre otras cosas. También hay que contar la baliza, que no siempre el conductor la enciende para situaciones de extrema gravedad; a veces, sólo como un juego. Además, las ventanas están parcialmente cubiertas en la parte inferior, lo que sólo permite observar hacia arriba, hacia el cielo, lo que según la interpretación que le demos puede tener muchos significados.
Transcurridos un par de minutos, mientras mi tía seguía hablando para controlar la tensión propia de las circunstancias, nos detuvimos en un semáforo.
-          ¿Dónde estamos? – preguntó mi mamá.
-          En la Alameda, cerca de Las Torres.
-          Falta poco ya… - agregó mi tía, tratando de calmar sus nervios y nuestra preocupación, lo que no consiguió.
Un par de cuadras más allá, de nuevo la ambulancia se detuvo. Mi mamá, con cansancio en su rostro y en su voz, volvió a preguntar lo mismo. Esta vez sólo se divisaba el cielo despejado desde la parte superior de la ventana. Me levanté del asiento y divisé que estábamos frente al mítico Cementerio Uno. Sin pensarlo le respondí que frente al Cementerio. Mi mamá me miró con cara de duda, esbozando una sonrisa, esperando algo de mí; mi tía guardó un silencio nervioso; el paramédico, preso de la costumbre, no se inmutó; y yo sólo le pedí al chofer que por favor siguiera su rumbo.
Pablo C. Núñez Jiménez

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