Llevo algunos minutos
esperándote, sentado en la plaza, atrás del monumento a O’Higgins. El caballo,
la espada y el sombrero del prócer están sucios. No quiero pensar que es obra
de algún carrerista eternamente enojado. Poca gente camina por las calles, es
tarde y la noche es fría. Espero ver aparecer tu pequeña figura, tu caminar
raudo que se acerca con seguridad hacia mí, besarte, mirar tus ojos negros y
profundos, abrazarte y seguir un camino sin rumbo conocido. Te has demorado más
de lo normal, tiempo suficiente para pararme, recorrer la plaza y tratar de
recordar lo que mi abuelo me dijo tantas veces, “que Carrera no ayudó”, “que
O’Higgins fue terco”, que este último se refugió en la Iglesia de la Merced y
mostró una bandera negra, en señal de patriotismo y no rendición. Miro al piso
y hay señales de aquello, del denominado Desastre de Rancagua. Recuerdo asimismo
la nevazón del noventa y tres, las clases suspendidas, la alegría de construir
un mono de nieve que demoraría poco en desintegrarse; de como día tras día, en
el noticiero regional, exhibieron las imágenes de la nieve cubriendo de blanco
el centro de la ciudad; de las “vueltas por la plaza” que cada domingo, junto a
mis hermanos, le pedíamos a mi papá y bastaban para terminar alegremente el fin
de semana; de recorrer con mis compañeros de colegio la calle Estado y esperar
que alguna estudiante gritara algo que nos subiera el ego.
El tiempo ha pasado y
ahora me encuentro solo, caminando y recordando mi infancia, mi juventud, entre
estas calles llenas de historia, llenas de alegrías y pesares. Me encuentro
esperándote, sin la certeza de conocerte, con la esperanza que encierra la
incertidumbre. La espera es cruel, es fría. Pero algo me dice que siga
esperando; que siga recorriendo si es necesario; que llegarás.
Froto mis manos
rápidamente, como cada vez que siento frío o ansiedad. Apareces sin aviso y te
sientas a mi lado, con las piernas dobladas sobre el escaño, prendes un
cigarro, exhalas la primera bocanada, cruzamos miradas y frases sin sentido, me
acerco a ti y te beso, así, sin más. Y es esa autenticidad, esa simpleza, la
que me envuelve, la que me hace pensar más de la cuenta, la que sin querer me
amarra y me hace esperar; la que, en definitva, me hace olvidar la historia de
estas calles y darme cuenta que llegaste, que la espera terminó.
(Cuento enviado al concurso literario Rancagua Simplemente. No apareció entre los seleccionados).