Primera Persona Singular
(en constante construcción)
23.9.21
18.6.21
14.6.21
¿Dónde está Lázaro?
¿Dónde está Lázaro?, se preguntan todos. Mi mal llamada fama surgió por accidente, por el hecho extraordinario de otra persona, por lo tanto, no soy el protagonista de todo lo que ocurrió ni de lo que ocurrirá. Sólo soy un actor secundario o un mal actor de reparto.
Un día normal, de esos
días grises - y no sólo por el clima – cubierto de nubes que de vez en
cuando se abrían espacio para dejar pasar uno que otro rayo de sol, vino hasta
mi casa Jesús, apartándose de su séquito, aprovechando que los demás comían o
descansaban. Tocó mi puerta, sólo pidiendo ser escuchado, con la voz
temblorosa, la mirada perdida, su destino ya escrito. Me pareció un buen
hombre.
Ya se oía hablar de él
en Betania, pueblo tranquilo y aburrido, donde suceden pocas cosas, y las pocas
cosas que suceden se exacerban por diversión, sólo para tener algo de qué
hablar. Ya se oía hablar del tumulto y excitación que provocaban sus palabras,
la rebeldía de sus actos y la crispación que causaba en la autoridad.
Se presentó y sólo pidió
conversar. Le conté que vivía con mis hermanas: Marta y María, la que pocos
quieren nombrar. Le conté también de mi inestable condición de salud en esos
momentos, de mi decaimiento permanente, aun así propicio para entablar una
charla de lo humano y lo divino. Luego de un par de horas se levantó y se
despidió diciendo que todavía tenía muchas cosas que hacer en el pueblo; cosas
importantes y urgentes para cumplir con el objetivo encomendado.
Pasaron los días y mis
fuerzas y ganas de vivir disminuyeron notoriamente. Me miraban, me analizaban,
me juzgaban; y con sus miradas interrogantes expresaban un “¿qué te pasó?”,
“¿por qué estás así?”. Una extraña enfermedad avanzaba acelerada y me carcomía
por dentro y por fuera. Sólo deseaba cerrar los ojos y descansar… para siempre.
Llegado el momento sólo
atiné a tirarme en la cama, a cubrirme con un par de mantas y esperar
pacientemente mi último suspiro. Todo se oscureció; mientras, a lo lejos,
escuchaba la voz exaltada e inquieta de mi hermana que pedía ayuda. Ignoro
cuanto tiempo habrá transcurrido, pero un grupo de hombres, encabezados por Él,
y seguido por un séquito de admiradores y curiosos que vitoreaban su nombre, se
acercó hasta mi casa. Mi hermana, al relatar mi partida y mientras cada lágrima
se transformaba en una súplica y un recordatorio de sus poderes milagrosos, le
pidió lo imposible. Presumo que, en un acto de indecisión, Él sólo atinó a
guardar silencio unos minutos, mientras los seguidores lo contemplaban,
ansiosos ante el inminente y extraordinario milagro. ¿Resucitar a alguien?
Nunca se había visto, Él nunca lo había realizado.
No sé cómo lo hizo, pero
sólo sentí como sus manos se acercaban a mi cuerpo, mis ojos se abrieron y las
lejanas voces se sintieron cada vez más cerca, pasando de la incredulidad y el
asombro al éxtasis colectivo total. ¿Por qué lo hizo? Quizá fue una
demostración de sus facultades ante un público en un comienzo incrédulo y
alborotado después, deseoso de novedades que rompieran la monotonía. Algo así
como una acción política similar a lo que vendría después, cuando su palabra y
sus enseñanzas se difundieron por todo el orbe. ¿Y en qué momento estas
palabras, plagadas de metáforas y enseñanzas se trasformaron en un imperio, y
fueron asidas por un grupo de hombres que, en nombre de la religión, fue capaz
de perseguir, juzgar y matar a quien pensara distinto? ¿Cuándo esas palabras
mutaron y se convirtieron en pilares de un estado ubicado en el mismo lugar
donde tenía su centro el imperio que fue capaz de crucificarlo y darle muerte?
Y mientras las imágenes consideradas sagradas alzan su mirada al cielo, algunos
de sus mal llamados sucesores o representantes mirarán los bolsillos o los
cuerpos ajenos; y el pan y el vino que Él repartirá entre los suyos, se
convertirá en hipocresía y abuso para muchos de ellos.
¿Por qué tuve que ser yo “el afortunado”, así, entre comillas? ¿No era acaso mi momento? ¿Qué será de mí después de este suceso extraordinario? ¿Él vendrá y estará conmigo como un verdadero amigo o sólo me utilizó para demostrar su poder? No lo sé. No tengo certeza de nada. Me robó la muerte, me arrebató algo tan personal, inalterable e inmanente del ser humano. Sólo espero que cuando llegue el momento en que me capturen, me encierren y me maten los romanos por ser su amigo, Él venga en mi ayuda, y no siga su camino resucitando a otros que quizás sólo querían descansar.
11.3.21
Apología del Gol Triste
A María Cecilia, para que entiendas la trascendencia de este gol.
A Felipe, por incitarme a escribirlo.
A Marcelo Pablo Barticciotto Cicaré, protagonista de esta historia.
A los Colocolinos.
Mirando perdidamente al suelo,
envuelto en un gesto de extremo dolor y culpa, ni siquiera fue capaz de alzar
la mirada, de levantar la cabeza o extender un brazo en señal de aprobación, en
último término, al centro que desde la izquierda había recibido. Y es que la
pelota cruzó gran parte del área rival y, antes de llegar a la periferia del área
chica, donde se definen muchas cosas y se crean ídolos o se derrumban
historias, la golpeó con el empeine, engendrando un tiro recio, bajo, que se
coló bajo los tres palos, a la derecha de su amigo y compañero de mil batallas.
Ese gol fue la apertura del marcador en otro de tantos clásico; partido que aún
se recuerda, más que por la trascendencia del encuentro, por la actitud de
quien anotó el primer tanto. Ni siquiera se vislumbró un pequeño gesto, un
atisbo de celebración, mientras sus compañeros de la franja llegaban eufóricos
a abrazarlo y lo conminaban a celebrar. Él sólo atinó a ir contra la corriente,
a silenciar lo que normalmente y como un gesto natural es esperado por todos:
celebrar un gol; situación que constituye una meta, el objetivo esencial del
fútbol, que implícitamente envuelve alegrías y desahogos. Pero ese gol no fue
ni será como los demás. Ni para él ni para todo un pueblo. Por algo y con justa
razón se recuerda ese gol como el “Gol
Triste”.
Al bajar la cabeza, mirar al piso
y no celebrar no faltó a sus obligaciones profesionales: convirtió y cumplió.
Es muy probable que haya herido a algún hincha del equipo al que pertenecía; pero
el gol ya estaba convertido. El marcador estaba uno a cero. Hay situaciones que
no pueden ni deben ser parte de un contrato; y aunque así hubiese sido, él las
hubiese infringido. ¿Cómo celebrar un gol contra tu equipo?, ¿cómo salir
corriendo y gritar el tanto convertido a quienes te hicieron parte de tu
familia, de tu historia?, ¿cómo ir contra uno mismo?, ¿cómo mentir(se) de esa
forma? Quizá todas esas interrogantes encuentren respuesta en el sentido de pertinencia
que genera el fútbol, porque es ahí donde lo doloroso, lo importante y lo trascendente
del gol encuentra sustento: en que fue convertido por un integrante de la
familia.
Como dijo el uruguayo Onetti, “los hechos son siempre vacíos, son
recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene” y esta
frase, esta verdad, quedó plasmada aquel 15 de abril de 1995, donde la
inherente e infinita esperanza y alegría que envuelve un gol para quien lo
consigue, y la incertidumbre y angustia para quien lo sufre, se mezclaron, se
confundieron y se materializaron aquella tarde. Para Marcelo Pablo Baticciotto
Cicaré, protagonista de esta historia, significó mucho más que otro partido de
fútbol. Y para los colocolinos también.
El “11” del cuadro universitario,
el mismo que en la semifinal, vistiendo la camiseta alba, coló casi sin ángulo
la pelota en el arco rival, luego de un carrerón interminable en uno de los
partidos más importantes de la historia del club; el mismo que escribió una
carta a sus compañeros previo a la final de la Copa Libertadores de América,
que fue instalada en el vestuario y atravesó el corazón de ese elenco que alcanzó
la cima continental, la gloria y la eternidad; el que, en aquel oasis en medio
del desierto, le convirtió un gol a Cobresal desde mitad de cancha; el que
trepó y trepó por el campo de juego sin su zapato derecho, para luego centrar y
que un compañero convirtiera; el mismo que años después, cuando la institución
tocó fondo, apareció en el inicio del campeonato con la mítica polera “A morir por el Colo. Apóyenos”,
transformándose en uno de los símbolos de ese joven plantel que luchó dentro y
fuera del terreno de juego; el que antes del partido contra Universidad de
Concepción escribió una emotiva arenga para que el equipo no descendiera a los
infiernos; el mismo que aquél día de 1995 no supo qué escribir en su libreta,
ya que la tristeza no pudo ser expresada en palabras; pero sí en ese gesto que
el pueblo albo recibió como una puñalada que cicatrizó de inmediato, gracias a
aquella mirada baja y triste de Barti, y se transformó en un recuerdo imborrable
teñido de blanco y negro.
Por lo mismo, hablar de
compromiso es hablar de Marcelo Barticciotto. Son conceptos similares, que para
el hincha colocolino terminan por confundirse y mimetizarse en este jugador que
vino desde Argentina y alcanzó la gloria; en este director técnico que
meritoriamente fue campeón; y en esta persona que, como tantos otros, es fiel
reflejo de los valores que encarna Colo Colo, que representa nuestra raza sin
igual, y que cada día agiganta más su leyenda.
Razones por las que cada vez que
se menciona el “Gol Triste” se
recuerda con alegría, con orgullo, con pasión, que es aquello que trasciende
los contratos y deberes profesionales, que es aquello que encierra el fútbol,
ese sentido de pertenencia que don David Arellano Moraga definió como “un lazo permanente de indestructible unión”
y que décadas más tarde plasmó don Marcelo Pablo Barticciotto Cicaré en el
corazón de todos los colocolinos.
15.10.20
Antítesis
Cada cierto tiempo vengo a este lugar, considerado místico por algunos, histórico y milagroso, por otros.
Debo hacer un lugar en mi agenda, siempre llena de compromisos,
obligaciones y un interminable listado de deudas sin pagar, como en este caso.
Es que la gente se ha acostumbrado a pedir, comprometerse a entregar ciertas
especies o ejecutar ciertos actos y luego se olvidan como si nada hubiese
ocurrido. Pero yo no actúo así. Siempre les recuerdo a los deudores que deben
cumplir, que la palabra empeñada vale más que la tinta en un papel, aunque esté
firmada con sangre. Y no es cosa de ahora. El caballero del que estoy hablando
me contactó años atrás, por la década del veinte o del treinta, quizás del
cuarenta, cuando todo el mundo se derrumbaba económicamente. Era un señor, un
caballero de alcurnia, “de buena familia” como se suele decir, que como tantos
otros, y con el afán de mantener su condición de socialité, hizo lo humano y terrenalmente posible, y otras cosas
más, para seguir siendo lo que era.
Al principio, durante años, nos reuníamos en la casa patronal. Esos veranos
nos sentábamos en el corredor, tomábamos vino francés, y contemplábamos el
atardecer mientras sus hijos jugaban entre los árboles; y en invierno,
acompañados de té o café, al calor de la chimenea; siempre hablando de lo
humano y lo divino, de su deuda, entre tantos otros asuntos.
Sin embargo, sin previo aviso, dejó de responder a mis requerimientos. El
portón de entrada se cerró cada vez que alguien sentía mi presencia y las velas
se apagaban en el interior cuando sentían mi carroza. Mientras tanto la deuda
seguía vigente, sin haber acordado nuevos plazos ni condiciones. Pero soy
obstinado e insistente, y cada noche visitaba sus tierras para cobrar lo
debido.
Luego supe que este distinguido señor, al que llegué a considerar mi amigo,
recuperó su fortuna y falleció al poco tiempo. Pero su muerte no fue obstáculo
para que cobrara lo debido. Sus herederos seguían en esas tierras - las mismas
donde fui rechazado tantas veces - disfrutando de la riqueza que le ayudé a
recuperar, y ellos debían cumplir lo prometido.
Ante mis primeras visitas no entendieron nada. Presos del temor y
desconociendo el pacto de su ancestro y la deuda aún vigente, encargaron una
imagen religiosa para ahuyentar mi presencia y lograr la tranquilidad en el
lugar.
Ha transcurrido mucho tiempo y los hijos de sus hijos han fallecido. Incluso ignoro si aún existen herederos en el lugar. Pero como señalé, soy testarudo, y ciertas noches preparo mi mejor traje negro, para darle mayor solemnidad a esto que se ha convertido casi en un ritual; arreglo mis caballos; subo a mi carroza y voy cobrar lo debido; con la permanente ilusión de encontrar y quedarme con su alma. Al pasar aprovecho de contemplar la imagen religiosa del lugar, iluminada en medio de la noche por cientos de velas y rodeada por ofrendas de todo tipo. Finalmente, al continuar mi camino, me pregunto: “¿Qué sería del Cristo de La Hacienda sin mí?”.