"Como la Vida Misma
Durante días tuve que ir al hospital a que me hicieran
curaciones. Por lo que dijo el médico fue una quemadura leve, pero igualmente
tenía que ver como evolucionaba. Todo se produjo a mediados de 1991, hacía frío
y sólo me quedaba jugar fútbol en el living de la casa. Luego de un gol
imaginario a algún complicado rival de la Copa Libertadores, salí corriendo y
gritando “Gooolaazooo de Baticciotto”
mientras mi mamá salía de la cocina con una taza de té hirviendo. El
choque fue rápido, el dolor, punzante, y la preocupación de mis padres que a
cada instante me revisaban la frente para ver cómo seguía la quemadura. Mi mamá
miraba a mi papá con rostro severo, con cara de “dile algo”; sin embargo, mi
papá sólo atinaba a abrazarme y mirarme con complicidad, quizás felicitándome
por la pasión heredada, quizás recordando al siete albo y ese increíble gol sin
ángulo a Boca Juniors, o los tres goles de la final ante Olimpia y las
antorchas que iluminaron las graderías del Monumental ese día.
Mi papá fue a ambos partidos con un grupo de amigos. Al
día siguiente del partido con Boca Juniors comentó que el estadio era una
caldera, que el partido fue duro, que Morón se mandó un tapadón impresionante,
que un perro había mordido al arquero rival, que había sido una final
anticipada pero no era bueno confiarse ante Olimpia.
Luego de la final mi papá llegó tarde a la casa. Lo sentí
entrar a la pieza que compartía con mi hermano y dejarnos una bandera y un
poster con la imagen del equipo campeón de América. Luego se despidió con un
beso en la frente. Al otro día, mientras desayunábamos y con una sonrisa
eterna, relató los pormenores del partido: que había llegado casi a la hora del
partido, que quedó en la última fila de la galería, que con los goles abrazó a
muchos colocolinos que estaban a su lado, que el Coca Mendoza se había
lesionado, que la vuelta olímpica fue inolvidable, que la salida del estadio
fue tumultuosa, llena de magia y alegría.
Esa misma mañana, antes de salir de casa, tomé el póster
y lo llevé al colegio. La primera hora tocaba educación física y todos los
compañeros, desde el más futbolero hasta el que en los recreos no se integraba
a los improvisados partidos, comentaban los goles y elegían a sus jugadores
favoritos. Cada quien aportaba lo suyo, con la amplitud e imaginación propia de
niños de ochos. Mientras tanto, en el centro de la cancha, el profesor sólo
miraba y sonreía, autorizándonos implícitamente a seguir con nuestra
improvisada y casi obligatoria charla sobre el campeón de América.
Pasaron los años y con mi papá seguíamos viendo los
partidos del Popular, celebrando cada partido ganado y cada campeonato
conseguido; sufriendo cuando la pelota no entraba, cuando las cosas en general
no salían como uno quería; discutiendo sobre jugadores, técnicos y dirigentes; demostrándome
que un jugador puede pasar de ser extraordinario a ser “una bosta” en cuestión
de segundos; vibrando con cada clasificación y soportando cada eliminación de
copas internacionales.
Hasta que llegó el año 2006 y Colo Colo estaba a punto de conseguir la Copa Sudamericana. Ese equipo era una máquina. El “Bichi” Borghi, carismático y afable con sus dirigidos, hacía volar ese plantel que en cada partido demostraba dinámica, técnica, valentía y una fisonomía de juego que con justa razón lo llevó a la final de dicho torneo. Bajo los palos estaba el extravagante “Terremoto” Cejas; una defensa infranqueable, con mucha técnica, compuesta por el capitán David Henríquez, el esforzado Miguel Augusto Riffo, los fieros Ormeño y Fierro, el multicampeón “Lucho” Mena, y el novel Arturo Vidal, que parecía un jugador con una experiencia enorme; una línea media con Sanhueza y Meléndez, que sabían lo que tenían que hacer, sin miramientos, sin contemplaciones; un poco más adelante estaba el silencioso, técnico y extraordinario Matías, que en cada jugada hacía vibrar no sólo a los colocolinos, sino al continente entero; en delantera, Alexis Sánchez, el mismo que la picó en la tanda de penales contra Argentina en la Copa América del 2015, y, directamente del “planeta Gol”, Humberto “Chupete” Suazo, al que los defensas no le podían dar un centímetro, ya que tenía un poder de definición como pocos; y un puñado de jugadores que cada vez que entraban aportaban lo suyo.
La final de vuelta se jugaría en el Estadio Nacional,
luego de la suspensión del Monumental producto de una pedrada en el partido
contra Gimnasia y Esgrima de La Plata. Ningún equipo chileno había ganado una
final en dicho reducto; pero ese equipo estaba lleno de fútbol y esperanza,
pudiendo derribar mitos y hacer historia.
A mi papá le costó conseguir entradas para la final, hasta
que en definitiva compró un par a no sé quién. Cuando salieron los albos a la
cancha, el estadio literalmente se encendió; comenzó a rugir alentando a los
blancos, quienes levantaban los brazos en señal de agradecimiento. Poco antes
de terminar el primer tiempo una combinación entre Fernández, Sánchez y
“Chupete” le daba el triunfo parcial a Colo Colo. Con mi papá nos abrazamos con
más fuerza que de costumbre, sintiendo el significado de ese gol. Sin embargo,
no todas las cosas son como uno espera, y empezando el segundo tiempo el rival
se fue con todo, aprovechó una desconcentración defensiva y anotó el empate. La
hinchada siguió cantando, los jugadores dejando la vida en la cancha, mientras
yo de reojo observaba a mi papá nervioso, alentando a los jugadores y puteando
al árbitro. Colo Colo, con la presión encima, se fue arriba y después de un
córner el rival usó un arma siempre considerada, como suele ocurrir en este
tipo de partidos, donde todos se juegan la vida y quieren pasar a la historia:
su majestad el contragolpe. Fue el dos a uno definitivo de ese encuentro.
Después del pitazo final mi papá, enojado y preso de la
angustia, se quiso ir de inmediato. Lo detuve y le dije que nos quedáramos a la
ceremonia de entrega de las medallas. Era lo mínimo que podíamos hacer por ese
equipo que tantas alegrías nos dio. Los aplausos surgían desde todo el estadio,
mientras los jugadores, comandados por un apesadumbrado David Henríquez, alzaban
los brazos en señal de agradecimiento y resignación.
La salida del estadio fue casi en completo silencio. Las
micros pasaban repletas de hinchas que miraban con pena a través de los
vidrios. Con mi papá caminamos muchas cuadras, comentando a ratos algunos
episodios del partido, esperando que pasara algún tipo de locomoción colectiva.
La tristeza era absoluta.
Han pasado los años y con mi papá seguimos viendo los
partidos de Colo Colo, celebrando cada partido ganado y cada campeonato
conseguido; sufriendo cuando la pelota no entra, cuando las cosas en general no
salen como uno quiere; discutiendo sobre jugadores, técnicos y dirigentes;
vibrando con cada clasificación y soportando cada eliminación de copas
internacionales. Seguimos haciendo lo mismo, porque Colo Colo siempre está ahí,
con su historia, con sus ídolos, lleno de esperanza y alegría, como la vida
misma".
(Marzo de 2020).
Muy bueno 👏👏😘😘😘
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