Todos se desnudaron y corrieron alterados, pero felices, por los patios de la gran casona. Eran más libres que nunca. Gritaban, reían, peleaban y se besaban como enajenados. Los árboles se transformaron de un momento a otro en castillos habitados por princesas malolientes, gritonas y pasadas a tabaco. Los príncipes no eran más que hombres con uno que otro diente menos que miraban al cielo distraídos pensando quizá que cosas, rascándose la cabeza y cantando canciones olvidadas en el tiempo y en el espacio. Todos se convirtieron en reyes y vasallos, creyendo encontrar lo que anhelaban, una identidad permanente y “útil” para la sociedad, como los habitantes de lejanas tierras feudales les recomendaban. Ésos mismos que los visitaban cada día, vestidos de blanco y les regalaban caramelos de colores que supuestamente les harían mejor. De ahí el nombre de Reino Blanco que silenciosamente pronunciaban entre los pasillos de la casona.
La rebelión de la desnudez, como lo bautizó el líder del grupo, un viejo silencioso que se jactaba de escuchar más que de hablar, se produjo de un momento a otro, con poca planificación y exceso de ansiedad; pero así como comenzó, finalizó de golpe, cuando todos los habitantes del Reino Blanco, previas amenazas, los obligaron a vestirse y a encerrarse en sus piezas. El viejo silencioso fue el último en llegar a su habitación, ya que se quedó buscando un escondite para su corona.
La rebelión de la desnudez, como lo bautizó el líder del grupo, un viejo silencioso que se jactaba de escuchar más que de hablar, se produjo de un momento a otro, con poca planificación y exceso de ansiedad; pero así como comenzó, finalizó de golpe, cuando todos los habitantes del Reino Blanco, previas amenazas, los obligaron a vestirse y a encerrarse en sus piezas. El viejo silencioso fue el último en llegar a su habitación, ya que se quedó buscando un escondite para su corona.
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