Han pasado varias horas desde que llegué a la biblioteca . Tomo mi Código Civil,
que poco a poco pierde sus hojas - quizás es por la temporada otoñal -, mis lapices,
y mis anteojos,
que cada vez me son más necesarios (parece que estoy cada vez más corto de
vista, porque paulatinamente veo más borroso a la distancia).
A la salida del cuarto piso siento un viento que me hiela hasta mis huesos
carentes de calcio.
Me gustaría bajar en ascensor, pero un aviso me advierte que no se detiene
en dicho nivel.
Las escaleras están resbalozas por la humedad que cada personaje va dejando
al subir y bajar
(lo que sube tiene que bajar, dicen).
Ya en el exterior todo está oscuro, húmedo y frío.
Es mucha la distancia de la universidad al departamento,
y las calles se me hacen cada vez más largas por el peso que cargo
sobre mis espaldas.
La gente se divierte a destajo. Me doy cuenta por el alboroto y
griterío que hay afuera de cada local que se cruza en mi trayecto.
Yo sigo mi camino. Se me agotan las pilas del pendrive.
Llego a la carretera, lugar peligroso en que muchas veces me
he ganado
groserías e insultos sin provocación alguna de mi parte.
Parece que los taxistas y conductores imprudentes no creen en la
inocencia de los peatones.
Ante tales faltas de respeto he respondido con otras tantas groserías
y gestos obsenos;
pero en los momentos de ira la razón queda relegada, en el banco
de suplentes.
Por fin ya diviso el edificio. El conserje no se para de su asiento.
Lo saludo y no me responde; tan sólo me entrega un montón de
cuentas.
El ascensor está en mantención, así es que tengo que
subir al quinto
piso por las escaleras.
Al llegar al departamento me doy cuenta que se me
quedaron las
llaves en la biblioteca.
que poco a poco pierde sus hojas - quizás es por la temporada otoñal -, mis lapices,
y mis anteojos,
que cada vez me son más necesarios (parece que estoy cada vez más corto de
vista, porque paulatinamente veo más borroso a la distancia).
A la salida del cuarto piso siento un viento que me hiela hasta mis huesos
carentes de calcio.
Me gustaría bajar en ascensor, pero un aviso me advierte que no se detiene
en dicho nivel.
Las escaleras están resbalozas por la humedad que cada personaje va dejando
al subir y bajar
(lo que sube tiene que bajar, dicen).
Ya en el exterior todo está oscuro, húmedo y frío.
Es mucha la distancia de la universidad al departamento,
y las calles se me hacen cada vez más largas por el peso que cargo
sobre mis espaldas.
La gente se divierte a destajo. Me doy cuenta por el alboroto y
griterío que hay afuera de cada local que se cruza en mi trayecto.
Yo sigo mi camino. Se me agotan las pilas del pendrive.
Llego a la carretera, lugar peligroso en que muchas veces me
he ganado
groserías e insultos sin provocación alguna de mi parte.
Parece que los taxistas y conductores imprudentes no creen en la
inocencia de los peatones.
Ante tales faltas de respeto he respondido con otras tantas groserías
y gestos obsenos;
pero en los momentos de ira la razón queda relegada, en el banco
de suplentes.
Por fin ya diviso el edificio. El conserje no se para de su asiento.
Lo saludo y no me responde; tan sólo me entrega un montón de
cuentas.
El ascensor está en mantención, así es que tengo que
subir al quinto
piso por las escaleras.
Al llegar al departamento me doy cuenta que se me
quedaron las
llaves en la biblioteca.
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